martes, 17 de mayo de 2011
La casa Animal: Texto crítico y fotos
La casa animal más bien parecía una “casa escénica” y bien podría haber sido una casa a secas: con su sala de estar, su dormitorio, su salón, algo para beber y picar… Lo primero fue una invitación a compartir su casa, la de los artistas. Un ambiente artificial de normalidad o una artificial normalidad ambiental, sello, ya recursivo, de las propuestas performativas más contemporáneas. En todo caso, un espacio sosegado, colmado de gente que improvisaba miradas buscando encontrar a otra gente…
Al comienzo -durante el murmullo inicial- se respiró un aire de fiesta clausurada. En el espacio habitaba la contradicción de principio y final. No se sabía si se celebraba algo o ya se había celebrado, pero sí pululaba la incertidumbre de no saber qué iba a pasar.
En el centro de la “casa”, en torno a una mesa repleta de bebidas y copas, estaban sentados los artistas: las bailarinas Lucía Marote y Ana Cruseilles y los músicos Antonio Dueñas y Peter Memmer. Todavía sin noticias del animal, todavía en calma. Sin saber, ni ellos mismos, en qué acabaría la fiesta. Poco a poco el sonido cortante de una botella, arrastrada por Peter contra la pared, fue acallando el murmullo y cristalizando el foco. Poco a poco los cuerpos de los artistas entraron en la tensión de saberse responsables del encuentro. Y así, sin esperar demasiado, empezó a discurrir el impulso.
Lucía y Ana saltaron a la lona del salón buscando dónde acomodarse en el espacio sonoro que ya habían empezado a generar Antonio y Peter. Antonio, con la sinceridad pegada a la garganta, desplegó un juego de texturas sonoras desde el susurro hasta el quejío tribal que permitió el choque de los cuerpos. Un diálogo de células que discurrió entre el amor y el odio. Las bailarinas, auto-enfundadas en una sola camiseta, se confundieron en un solo cuerpo en disputa. Como dos siamesas plegadas en una -bailadas en una-, Lucía y Ana comenzaron a habitar juntas: deseándose, odiándose, acariciándose y golpeándose, en una fusión e intercambio de movimientos entre sus cuerpos dancísticos que, aderezadas con el acertado líquido sonoro con el que Peter y Antonio nos empaparon a todos, terminaron en un clímax atmosférico carnal y excitante, pero difícil de sostener...
Llego la calma y con ella la confusión. El parón. El no sé qué hacer. La fragilidad del verse ahí arrojado y no saber cómo seguir. Un estado de vulnerabilidad donde, en una improvisación como esta, es posible ir más allá de la carne y dejar que emerja “lo raro”, “lo brumoso”, “el vapor” de lo oculto… Pero no, en esta ocasión no pudo ser. El acallado sonido devino silencio y el silencio tibio vacío.
Sin embargo, todavía faltaba algo para el final: “el animal” de la casa.
Tras un improvisado dúo sonoro entre Ana y Antonio, al calor de la cálida voz de una y la guitarra bien temperada del otro, apareció finalmente la animalidad y la fuerza. Sobre la mesa, abandonada entre copas de vino, no era fácil pronosticar que Lucía resurgiera en forma de “animal”: en forma de bello animal.
Y es que, tras un breve coqueteo de movimientos con (contra) Ana, Lucía nos deleitó con la furia de su cuerpo. Con la rebeldía explícita de las formas salvajes y su naturalidad. Con la justeza de la técnica y la ternura de un cuerpo frágil.
Al final, Ana apagó las luces una a una hasta quedarnos a oscuras y en silencio, y yo desee que hubieran seguido bailando y que Antonio y Peter hubieran seguido sonando, en nuestro silencio a oscuras.